domingo, 23 de julio de 2017

El ataúd milagroso





La portezuela de la verja estaba abierta, se dirigió hacia la escalera, y el otro le siguió. Le pareció que por las habitaciones andaba gente.

«¡¿Qué diablos pasa?!», pensó.

Se dio prisa en entrar… y entonces se le doblaron las rodillas. La sala estaba llena de difuntos. La luna a través de la ventana iluminaba sus rostros amarillentos y azulados, las bocas hundidas, los ojos turbios y entreabiertos y las afiladas narices… horrorizado, 
Adrián reconoció en ellos a las personas enterradas gracias a sus servicios, y al brigadier enterrado durante aquel aguacero.
¿Qué es esto, Adrián?— dijo Marcos
Intenté decirte....pero no escuchaste...
Marcos tomó por los hombros a Adrián y lo sacudió enérgicamente.
Adrián. ¿Qué mierda es esto?

************
Hola Adrián. ¿Me llamaste?
—Marcos. Ya estoy con vos.

Adrián despachó rápidamente al último cliente del día y se miró en el viejo espejo del baño. Todo era viejo, como él. Ya no tenía edad para trabajar a deshoras. Marcos tal vez sí, pero él ya no. Tenía ese cansancio que se acumula con los años, ese que no hay siesta que lo haga desaparecer.

Eran ya las siete de la tarde y el frío se hacía notar con toda su crueldad.
Caminemos, Marcos
—¿A la intemperie?

Marcos miró a Adrián sin creer lo que escuchaba. Podrían charlar ahí, al calor de la salamandra. Incluso podrían tomar algo de café. Afuera hacía un grado con suerte. Esa noche nevaría, sus rodillas lo decían. Aunque la luna estaba alta, el aire estaba helado, las aves silenciosas y el pueblo dentro de sus casas. ¿Por qué caminar entonces?

—Sí, afuera. Salgamos

Adrián estaba nervioso. Se le notaba en las manos huesudas, en sus hombros caídos por los años. Las llaves temblaron en sus manos al cerrar el negocio y nada tenía que ver el frío con eso. Respiró el aire helado y se encaminó a la calle. Un vapor salía de su boca y de la de Marcos que caminó a su lado, con las manos en los bolsillos pensando en fogatas y todo aquello que podía generarle calor mental.

—Hoy pasó algo... que marcó un límite que no puedo cruzar. Te llamé porque quiero que me escuches y...

Adrián hizo una pausa demasiado prolongada para la ansiedad de Marcos y para el frío reinante.
— ¿Y qué, Adrián?
—Para que me digas si me estoy volviendo loco o no.

Marcos detuvo la marcha. Miró a su amigo. Cincuenta años trabajando juntos. Toda una vida. Pensó que quizás ya estaba senil o que todo era una excusa para retirarse. Adrián había querido vender el negocio de los ataúdes varios años atrás sin resultado. Ya nadie hacía ataúdes a mano. Las fábricas habían llegado para quedarse y los artesanos de la madera se dedicaban a cosas más alegres. Y sin hijos, no había quién heredara el oficio.

—¿Se trata del negocio? ¿Querés venderlo otra vez?
—Escuchame, por favor. Anoche, antes de cerrar, una mujer vino a verme. Necesitaba un cajón hecho a mano. Me dio las especificaciones. No quiso ninguno de los que estaban hechos.
—¿Tanta historia para pedirme ayuda? ¿Para cuándo lo necesitás?
—Por favor...dejame terminar.

Marcos miró a su amigo. Lo notó pálido. Asustado. Él no era así. La única vez que lo había visto temeroso fue cuando Catalina, el amor de su vida, agonizaba por la tifoidea. Y de eso habían pasado treinta años, quizás más. Por eso nunca tuvo descendientes. Porque con ella se había ido el espíritu de Adrián, la alegría de vivir. Y construir ataúdes se volvió casi una obsesión.

Para Catalina había diseñado un hermoso ataúd blanco, con arabescos en plata y oro. Una rosa de hierro en medio, con sus ramas que se extendían formando una C gótica. Incluso el detalle de las espinas era magistral. Y todo lo había construido en dos días.

El pueblo entero murmuró por la belleza de aquel cajón, pero más murmuró por la rapidez con que fue construido. Se dijeron cosas. Demasiadas. Pero Marcos nunca las creyó. Él estaba seguro de que el amor y la pena habían trabajado con Adrián para completar semejante tarea. Y de ello nunca se habló. Hasta esta noche.

Marcos instó a que Adrián hablara libremente. La ansiedad de su amigo era notoria y Marcos temía porque se descompensara.

Adrián miró las enormes rejas. La caminata los había guiado hasta el cementerio. "Siempre me trae hasta ella", pensó Adrián. Más allá, bien entrado en el cementerio se encontraba Catalina. Aún la extrañaba. Aún la amaba. Podía sentir ese amor a pesar de la distancia, a pesar de estar en dimensiones diferentes. Para él la muerte era otra dimensión y eso quería explicarle a su amigo. 
Aunque ahora, tal vez, lejos de la casa de los ataúdes y bajo esa enorme luna, parecía algo tonto. Sin embargo, intentó explicar.

—Cuando Catalina enfermó...sentí que mi vida se consumía con ella. No había cura para su padecimiento y sin embargo, traté de retenerla por todos los medios. Pero no importaba lo que yo hiciera, día a día ella empeoraba. Luego de semanas de horrible agonía, me pidió que la dejara morir. Yo me desesperé.
—Lo recuerdo. Pero no entiendo que tiene que ver con caminar a la intemperie...
—Ella está allá, enterrada.
Adrián ya no escuchaba a su amigo.
—Tuve terror de lo que le pasara luego de muerta. Esa belleza única que Catalina poseía se iba a marchitar en el ataúd. Se iba a desintegrar, a pudrir ahí encerrada. No lo podía permitir. Ella debía permanecer inmaculada. Cuando me pidió que la dejara...morir, fui con quien me había enseñado el oficio. El hombre, un anciano delgado, me enseñó una nueva técnica. El "ataúd milagroso", le llamaba. Su construcción debía ser pulcra. Cuando la persona aún vivía. La madera a utilizar debía ser de un árbol talado a mano, recientemente. Luego, había que tallarlo también a mano, bajo la luz de la luna llena. La tela debía ser sagrada. El hierro y todo el metal utilizado debían venir de la vajilla y joyas de la persona. Toda la que había usado en su vida. Finalmente, dentro de él, debía haber un compartimento de cristal con dos mililitros de la sangre de la persona a enterrar mezclada con la de aquella que más amara. No fue fácil pero logré el objetivo. Sin embargo, eso no era lo complejo.

Marcos observó asombrado a su amigo. No podía emitir ni una palabra. Estaba convencido de que Adrián había enloquecido.
—Lo más duro de todo, fue enterrar a Catalina en ese ataúd. Viva.
—¡Qué! No, no estás bien Adrián. Catalina estaba muerta. Ella murió de tifoidea. Recordá, por Dios.
—No metamos a Dios en esto.
—Vamos. Estás cansado. Llevás muchas horas en el negocio. Tenés que descansar. Te llevo a tu casa. Te preparo algo caliente y luego te acostás y dormís tranquilo.
—Aún no entendés nada...Esta mujer que vino hoy...ella quiere ese cajón para su hijo. Vos no entendés. Nunca lo va a hacer...

Marcos tomó del brazo a su amigo y lo condujo hasta su casa. Adrián se dejó conducir, dócil como un niño. Después de todo, siempre supo que su amigo no le creería. Sin embargo, cuando llegaron a su casa, las cosas se pusieron más extrañas. La reja estaba abierta. 

**************

¿Qué es esto Adrián?— dijo Marcos
Intenté decirte....pero no escuchaste...


********************

Una figura lánguida vestida de blanco se acercó hasta Adrián. Rozó su cara con huesuda mano. Sonrió con esa risa mortuoria y gris, con la certeza de que la espera había valido la pena.

"Catalina no fue el único trabajo que hice, continuó Adrián. Acá ves a cada uno de ellos. De mis enterrados vivos. Ella no podía estar sola en ese limbo. Entonces, le hice una familia para que no extrañe este mundo. Aunque parece que no fue suficiente. Ella necesitaba más. Hijos, tal vez. Siempre me pregunté cuándo sería el momento justo para que volviera y junto a ellos, me reclamara. Hoy lo supe. Volvió en el momento preciso en que dije “no”. Cuando me rehusé a enterrar a un niño vivo. A darle un descendiente. Pero la muerte clama por alguien. Ese soy yo. Y vos Marcos, continuarás mi trabajo".

Adrian sucumbió a las caricias de Catalina ante los ojos de su amigo. La respiración se transformó en errática y la piel de Adrián se acartonó. De pronto él era igual a esos muertos vivientes. "En el estante está el libro con las especificaciones. Si no soy yo, será alguien más. Tenés familia, no seas tonto. No se irán hasta que logres tu objetivo", fue lo último que dijo.

Desesperado, Marcos buscó el libro de Adrián. Esa noche trabajó en la construcción de un ataúd para su amigo. Los ojos se le nublaban de tanto en tanto. Por momentos reía solo, pensando en que todo era una locura. Pero ahí estaba su amigo, agonizando y ella junto a él. Ambos a la espera del ataúd milagroso que lo hiciera traspasar ese umbral. Ese que le diera vida eterna junto a su preciada Catalina.

Autor: Soledad Fernández (Misceláneas) - Todos los derechos reservados 2017

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