La portezuela de la verja
estaba abierta, se dirigió hacia la escalera, y el otro le siguió. Le pareció
que por las habitaciones andaba gente.
«¡¿Qué diablos pasa?!»,
pensó.
Se dio prisa en entrar… y
entonces se le doblaron las rodillas. La sala estaba llena de difuntos. La luna
a través de la ventana iluminaba sus rostros amarillentos y azulados, las bocas
hundidas, los ojos turbios y entreabiertos y las afiladas narices… horrorizado,
Adrián reconoció en ellos a las personas enterradas gracias a sus servicios, y al brigadier enterrado durante aquel
aguacero.
—¿Qué es esto, Adrián?—
dijo Marcos
—Intenté decirte....pero
no escuchaste...
Marcos tomó por los
hombros a Adrián y lo sacudió enérgicamente.
—Adrián. ¿Qué mierda es
esto?
************
—Hola Adrián. ¿Me
llamaste?
—Marcos. Ya estoy con vos.
Adrián despachó
rápidamente al último cliente del día y se miró en el viejo espejo del baño. Todo
era viejo, como él. Ya no tenía edad para trabajar a deshoras. Marcos tal vez
sí, pero él ya no. Tenía ese cansancio que se acumula con los años, ese que no
hay siesta que lo haga desaparecer.
Eran ya las siete de la
tarde y el frío se hacía notar con toda su crueldad.
—Caminemos, Marcos
—¿A la intemperie?
Marcos miró a Adrián sin
creer lo que escuchaba. Podrían charlar ahí, al calor de la salamandra. Incluso
podrían tomar algo de café. Afuera hacía un grado con suerte. Esa noche
nevaría, sus rodillas lo decían. Aunque la luna estaba alta, el aire estaba
helado, las aves silenciosas y el pueblo dentro de sus casas. ¿Por qué caminar
entonces?
—Sí, afuera. Salgamos
Adrián estaba nervioso. Se
le notaba en las manos huesudas, en sus hombros caídos por los años. Las llaves
temblaron en sus manos al cerrar el negocio y nada tenía que ver el frío con
eso. Respiró el aire helado y se encaminó a la calle. Un vapor salía de su boca
y de la de Marcos que caminó a su lado, con las manos en los bolsillos pensando
en fogatas y todo aquello que podía generarle calor mental.
—Hoy pasó algo... que marcó
un límite que no puedo cruzar. Te llamé porque quiero que me escuches y...
Adrián hizo una pausa
demasiado prolongada para la ansiedad de Marcos y para el frío reinante.
— ¿Y qué, Adrián?
—Para que me digas si me
estoy volviendo loco o no.
Marcos detuvo la marcha.
Miró a su amigo. Cincuenta años trabajando juntos. Toda una vida. Pensó que quizás
ya estaba senil o que todo era una excusa para retirarse. Adrián había querido
vender el negocio de los ataúdes varios años atrás sin resultado. Ya nadie
hacía ataúdes a mano. Las fábricas habían llegado para quedarse y los artesanos
de la madera se dedicaban a cosas más alegres. Y sin hijos, no había quién
heredara el oficio.
—¿Se trata del negocio? ¿Querés
venderlo otra vez?
—Escuchame, por favor.
Anoche, antes de cerrar, una mujer vino a verme. Necesitaba un cajón hecho a
mano. Me dio las especificaciones. No quiso ninguno de los que estaban hechos.
—¿Tanta historia para
pedirme ayuda? ¿Para cuándo lo necesitás?
—Por favor...dejame
terminar.
Marcos miró a su amigo. Lo
notó pálido. Asustado. Él no era así. La única vez que lo había visto temeroso
fue cuando Catalina, el amor de su vida, agonizaba por la tifoidea. Y de eso
habían pasado treinta años, quizás más. Por eso nunca tuvo descendientes.
Porque con ella se había ido el espíritu de Adrián, la alegría de vivir. Y
construir ataúdes se volvió casi una obsesión.
Para Catalina había
diseñado un hermoso ataúd blanco, con arabescos en plata y oro. Una rosa de
hierro en medio, con sus ramas que se extendían formando una C gótica. Incluso
el detalle de las espinas era magistral. Y todo lo había construido en dos
días.
El pueblo entero murmuró
por la belleza de aquel cajón, pero más murmuró por la rapidez con que fue
construido. Se dijeron cosas. Demasiadas. Pero Marcos nunca las creyó. Él
estaba seguro de que el amor y la pena habían trabajado con Adrián para
completar semejante tarea. Y de ello nunca se habló. Hasta esta noche.
Marcos instó a que Adrián
hablara libremente. La ansiedad de su amigo era notoria y Marcos temía porque
se descompensara.
Adrián miró las enormes
rejas. La caminata los había guiado hasta el cementerio. "Siempre me trae
hasta ella", pensó Adrián. Más allá, bien entrado en el cementerio se
encontraba Catalina. Aún la extrañaba. Aún la amaba. Podía sentir ese amor a
pesar de la distancia, a pesar de estar en dimensiones diferentes. Para él la
muerte era otra dimensión y eso quería explicarle a su amigo.
Aunque ahora, tal
vez, lejos de la casa de los ataúdes y bajo esa enorme luna, parecía algo
tonto. Sin embargo, intentó explicar.
—Cuando Catalina
enfermó...sentí que mi vida se consumía con ella. No había cura para su
padecimiento y sin embargo, traté de retenerla por todos los medios. Pero no
importaba lo que yo hiciera, día a día ella empeoraba. Luego de semanas de horrible
agonía, me pidió que la dejara morir. Yo me desesperé.
—Lo recuerdo. Pero no
entiendo que tiene que ver con caminar a la intemperie...
—Ella está allá,
enterrada.
Adrián ya no escuchaba a
su amigo.
—Tuve terror de lo que le
pasara luego de muerta. Esa belleza única que Catalina poseía se iba a
marchitar en el ataúd. Se iba a desintegrar, a pudrir ahí encerrada. No lo
podía permitir. Ella debía permanecer inmaculada. Cuando me pidió que la
dejara...morir, fui con quien me había enseñado el oficio. El hombre, un
anciano delgado, me enseñó una nueva técnica. El "ataúd milagroso",
le llamaba. Su construcción debía ser pulcra. Cuando la persona aún vivía. La
madera a utilizar debía ser de un árbol talado a mano, recientemente. Luego,
había que tallarlo también a mano, bajo la luz de la luna llena. La tela debía
ser sagrada. El hierro y todo el metal utilizado debían venir de la vajilla y
joyas de la persona. Toda la que había usado en su vida. Finalmente, dentro de
él, debía haber un compartimento de cristal con dos mililitros de la sangre de
la persona a enterrar mezclada con la de aquella que más amara. No fue fácil
pero logré el objetivo. Sin embargo, eso no era lo complejo.
Marcos observó asombrado a
su amigo. No podía emitir ni una palabra. Estaba convencido de que Adrián había
enloquecido.
—Lo más duro de todo, fue
enterrar a Catalina en ese ataúd. Viva.
—¡Qué! No, no estás bien
Adrián. Catalina estaba muerta. Ella murió de tifoidea. Recordá, por Dios.
—No metamos a Dios en
esto.
—Vamos. Estás cansado.
Llevás muchas horas en el negocio. Tenés que descansar. Te llevo a tu casa. Te
preparo algo caliente y luego te acostás y dormís tranquilo.
—Aún no entendés nada...Esta
mujer que vino hoy...ella quiere ese cajón para su hijo. Vos no entendés. Nunca
lo va a hacer...
Marcos tomó del brazo a su
amigo y lo condujo hasta su casa. Adrián se dejó conducir, dócil como un niño.
Después de todo, siempre supo que su amigo no le creería. Sin embargo, cuando
llegaron a su casa, las cosas se pusieron más extrañas. La reja estaba abierta.
**************
—¿Qué es esto Adrián?—
dijo Marcos
—Intenté decirte....pero
no escuchaste...
********************
Una figura lánguida
vestida de blanco se acercó hasta Adrián. Rozó su cara con huesuda mano. Sonrió
con esa risa mortuoria y gris, con la certeza de que la espera había valido la
pena.
"Catalina no fue el
único trabajo que hice, continuó Adrián. Acá ves a cada uno de ellos. De mis
enterrados vivos. Ella no podía estar sola en ese limbo. Entonces, le hice una
familia para que no extrañe este mundo. Aunque parece que no fue suficiente. Ella
necesitaba más. Hijos, tal vez. Siempre me pregunté cuándo sería el momento
justo para que volviera y junto a ellos, me reclamara. Hoy lo supe. Volvió en
el momento preciso en que dije “no”. Cuando me rehusé a enterrar a un niño
vivo. A darle un descendiente. Pero la muerte clama por alguien. Ese soy yo. Y
vos Marcos, continuarás mi trabajo".
Adrian sucumbió a las
caricias de Catalina ante los ojos de su amigo. La respiración se transformó en
errática y la piel de Adrián se acartonó. De pronto él era igual a esos muertos
vivientes. "En el estante está el libro con las especificaciones. Si no soy
yo, será alguien más. Tenés familia, no seas tonto. No se irán hasta que logres
tu objetivo", fue lo último que dijo.
Desesperado, Marcos buscó
el libro de Adrián. Esa noche trabajó en la construcción de un ataúd para su
amigo. Los ojos se le nublaban de tanto en tanto. Por momentos reía solo,
pensando en que todo era una locura. Pero ahí estaba su amigo, agonizando y ella
junto a él. Ambos a la espera del ataúd milagroso que lo hiciera traspasar ese
umbral. Ese que le diera vida eterna junto a su preciada Catalina.
Autor: Soledad Fernández (Misceláneas) - Todos los derechos reservados 2017
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