—Me gustan esas
flores. Las flores blancas son puras. Y ese pequeño helecho en el ramo es
delicado. ¿Vos creés que le guste así, Roberto?
Ella habla y mira
para adelante. Parece petrificada, perdida. Sin embargo, su mente está ubicada
en un solo lugar: donde debe estar, allá adelante. Dónde el hombre habla sin
parar, aunque ella no lo escuche.
Sus manos juntas
descansan en la falda limpia, estrenada hoy. La planchó muy temprano porque era
algo especial. Como su cabello tirante que termina en un rodete, perfecto. Ella
nunca usa rodete, pero le parece pertinente hacerlo hoy. “Es lo mejor”, se dijo
al peinarse aquella mañana. Cuando el peine atravesó su cabello lacio que se
dejó dominar como si supiera que era necesario. Justo hoy. A Carmen no le
importó que se le vieran las canas sin teñir. O que su frente pareciera más arrugada.
O que las ojeras resaltaran caprichosas con semejante peinado. Ya no.
—No sé. No puedo
saberlo, Carmen.
Él la observa. Siente
un gran temor por ella. Por cómo pudiera reaccionar después. Teme porque la ama
demasiado, quizás más que a él. Al pequeño. Desde la primera vez que la vio
sintió amor. Aunque no le pertenecía, aunque debía ser de otro, la amó. Y tal
vez ese fue el error de ambos. Amarse. Seguir adelante con ese sentimiento. Imaginar
que el mundo podía ser un lugar diferente para ellos.
Roberto siente
el dolor de la realidad en su pecho. A diferencia de ella, está despeinado y ya
se fumó cinco cigarrillos a pesar de que dejó de fumar hace unos meses. Sabe
que recaerá. Que ya no tendrá fuerzas para abandonar el vicio. Sabe que quizás
muera de cáncer de pulmón o quizás de enfisema. Pero no importa ya.
—Está bien. —dice
ella —Yo sé que le va a gustar. Lo único es…
—¿Es qué?
—Luz… no le
gusta la oscuridad. Viste como se ponía a la noche cuando apagábamos la luz por
error… los gritos. Esa desesperación. A veces me asustaba que gritara de esa
forma y vos no hacías nada para ayudar. No es normal…
—Carmen… —ella
continúa observando hacia adelante y Roberto se da por vencido, como siempre —No
creo que le afecte —dice finalmente para no empeorar las cosas.
—Sí. Hay que ver
que el lugar esté iluminado. Eso es importante. No quiero que se asuste —continúa
ella sin siquiera prestar atención a las respuestas de su marido.
Él toma su mano,
pero ella lo aparta de inmediato. Siente que su piel quema, como el infierno.
No quiere que él sea condescendiente. Quiere que se vaya, que la deje sola.
Recuerda por qué está ahí. Piensa: “No estoy loca”, se convence, “Necesita
mucha luz, todo el tiempo”. Casi se le escapan esas palabras, en voz alta, pero
prefiere callar.
Una paloma
revolotea contra el vidrio esmerilado. Se golpea varias veces, insistiendo en
salir. “Pobre tonta”, piensa Roberto e instintivamente observa a su mujer.
Quizás debería reunirse a su locura, a su desquicio. A la negación del mundo
que la rodea. Tal vez así sería más fácil. Quizás el dolor sea menor. Vuelve a
mirar la paloma y piensa que quizás se trate de una señal. Una de Dios. Observa
de nuevo a Carmen. Ve sus facciones rígidas, imperturbables. El pelo recogido,
la falda planchada con almidón. Y cree que es mejor llorar cuando se deba,
cuando corresponda.
Con un suspiro descarta
la idea de la señal porque, en última instancia, no cree en esas cosas. Ya no.
Sabe que la vida de los dos se convertirá en una tragedia desde ahora. Lo sabe.
Como también sabe que no saldrán ilesos, indemnes. ¿Qué hacer entonces? Seguir.
Sólo seguir. Porque hay que hacerlo. Porque es lo que queda… Piensa en la luz,
en qué contestarle. Mejor es vivir en la realidad… se dice.
—Carmen…
—¡Es un nene
chiquito, Roberto! —dice ella adivinando las palabras de su esposo.
Esta vez mira a
su marido. Lo observa directo a los ojos, con una frialdad que a él le llega al
corazón. Como una flecha mortífera, virulenta.
—Está bien…—ahora
él mira al frente. En silencio, pensativo. Reconsidera la señal, la vida, la
muerte. El futuro.
Carmen continúa sumergida
en sus pensamientos. Ella sabe que sólo eso la salvará. Quizás a él también lo
salve aunque ya no le importa. No le importa Roberto. Ya no. Continúa…
—Además está la
cuestión de los juguetes. Hay que dejar algunos por ahí… el autito rojo de
madera. Y el oso de peluche que tanto le gusta. Con el que duerme…
—¿Para qué,
Carmen?
—Para que juegue,
Roberto. No preguntes estupideces.
Roberto cierra
los puños y desea no haber nacido. Así quizás las cosas para ella hubieran sido
diferentes. Tal vez Carmen se hubiera casado con el otro, y un hijo diferente
hubiera nacido. No uno débil y enfermizo como el que tuvieron. Quizás uno sin temor
a la oscuridad y a sus monstruos, con un corazón más fuerte para soportar los
miedos imaginarios. Tal vez.
El cura finaliza
el sermón. El silencio invade cada rincón de la iglesia. El único momento en
que se interrumpe es cuando la gente se levanta. Los ruidos de zapatos haciendo
eco, las ropas rozando los cuerpos. La paloma que sigue insistiendo con salir.
“Por qué nadie le abre”, suspira Roberto. Piensa que quizás es él, el alma del
niño que quiere volar. Piensa que Carmen no lo suelta. La culpa a ella. Nunca
lo soltó. Jamás.
Alguien se acerca
a ellos. “Cuánto lo siento”, murmura esa persona. Roberto agradece, pero Carmen
no mira. Solo permanece sentada en aquel banco de madera, rígida, observando el
pequeño cajón blanco. “Sí”, se dice, “a mi bebé no le gustaba para nada la
oscuridad. Y los monstruos... Pero no te preocupes mi amor, mamá te va a cuidar
y pronto te acompañará. Muy pronto, mi cielo.”
Autora: Soledad Fernández (Misceláneas) - Todos los derechos reservados 2017
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