domingo, 17 de septiembre de 2017

Silenciosa e inmaterial.






Dicen que el asesino siempre vuelve a la escena del crimen. ¿Será verdad?, me pregunto. ¿Será posible que esté aquí mismo, junto a mí? un escalofrío me recorre. En mi nuca. Miro a mí alrededor. Está lleno de gente, curiosos en su mayoría. Ansiosos de sangre, de violencia. Violentos reprimidos que son inconformes con su existencia mediocre. 

Dicen que ellos siempre vuelven, que no importa cómo sea de violenta la muerte, ellos estarán ahí para ver el resultado. Para deleitarse con su obra maquiavélica o simplemente para sentirse omnipotentes.  Solo de pensar que esté acá me da miedo, asco, impotencia.

Observo los personajes, evalúo cada rostro. Estoy acá igual que ellos. ¿Seré culpable de algo, también? Sin embargo, no hay tiempo de pensar porque el circo se arma y cada personaje comienza a actuar. Cada uno con su rol, como si fueran importantes, destacados.  Miro a los que investigan. Se les nota en la cara que no tienen pistas. Están nerviosos. Gesticulan demasiado. La lluvia está a punto de caer y puede arruinar toda la evidencia. Mi pecho se contrae de sólo pensar en esa posibilidad. ¿Sabrán quién fue el asesino? ¿Por qué esta y no otra mujer? Aunque pienso que siempre es una mujer. 

El cielo es ajeno a todo. A él no le importa lo que puede provocar. Entonces las primeras gotas comienzan a caer y la policía se acelera aún más. Alista todo tipo de información lo más rápido posible para que nada quede en el limbo donde los juicios se pierden y los asesinos salen libres. Cubren el cuerpo con una enorme bolsa. Quizás ella pueda preservarse y contar qué le pasó.

Todo me recuerda a las películas de crímenes donde todo sale bien, todo se resuelve. Me transformo en el investigador de alto rango que observa el cuerpo. Me creo inteligente aunque recibo órdenes todo el tiempo. Mi vida es miserable porque mi mujer me dejó por estar siempre trabajando, por no prestarle atención. Las noches son duras, ahora que ella no está. Demasiado solitarias y llenas de olor a cigarrillo y ron. La resaca me persigue hoy como cada mañana. Ese es mi único escape de la realidad, aunque no funciona casi nunca. Camino, observando todo a mí alrededor. No se me puede escapar nada. Estoy atento, aunque la cabeza me explota de dolor. Miro la evidencia y deduzco que el crimen fue en otro lugar. Hay poca sangre y sin embargo la piel de la víctima está tan blanca como una nube. A dónde habrá quedado toda esa sangre, me pregunto. Los dedos están destrozados así que dio lucha, me digo. Hasta el final se defendió. 

Pero ¿por qué la gente no se mueve? Hay que sacarlos a todos, digo. Un rayo ilumina el cielo, un trueno desgarra ese murmullo constante. Y todos se quedan. Nadie se mueve ni un milímetro. Quizás si no mirasen todo se evaporaría y el crimen dejaría de existir. ¿Será eso? Pienso que en realidad los curiosos tienen guardados en su placares muchos muertos y por eso no se mueven. Temen que les hayan robado el suyo y ahora esté expuesto ante la mirada de todos. Necesitan constatar que no es su muerto sino el de otro. 

Observo la multitud y pienso que todos han querido matar a alguien; que todos han diseñado un asesinato perfecto. Imagino que todos saben donde podrían desechar un cuerpo y en qué momento, en que época del año, es mejor liberarlo. Saben que hasta llamar a la policía pidiendo ayuda es algo inteligente, que despistaría. Recuerdo que una vez yo tuve la idea de un asesinato perfecto. Me acuerdo que pensé que debía ser mujer, que debía tirarla en un callejón como este y que debía estar a punto de llover para que la evidencia se borrara con el agua. ¿El asesino habrá leído mis pensamientos alguna vez? ¿Seré cómplice si fue así? Mi mujer me había engañado con el vecino. Quería matarla, pero no pude. Sin embargo todo esto es tan parecido que me estremezco. Tal vez mis pensamientos fueron demasiado ruidosos y alguien más los escuchó. Me convenzo de eso y me siento culpable. 

Dejo al investigador. Vuelo. Imagino a esta joven mujer acechada.  La mirada del asesino sobre su espalda, sobre su nunca. Imagino cómo la observó cuidadosamente antes de decidir avanzar. Puedo imaginar su ansiedad. La sangre hirviéndole en las venas, sus pensamientos morbosos. La necesidad incontrolable de clavar ese puñal en su garganta. De ver la sangre brotar y escurrir.  Puedo sentir su locura acelerada en mis venas. Su morbo en mis neuronas. Puedo imaginar como la controló a la distancia, como midió sus acciones, como se enteró de sus actividades cotidianas.

Lo imagino. Lo siento. Soy él. La mato. La observo. La desecho. Jamás podría, me digo. Aunque… dicen que todo depende de las circunstancias. Que si todo se conjuga, es inevitable matar. Quiero dudar de eso, aunque es difícil de escapar de semejante probabilidad.

Entonces mi piel es otra. Es la de ella. Siento el asfalto debajo de mi cuerpo. Estoy helada porque ya no tengo pulso. Me acuerdo de esos ojos vacíos, amenazantes. Recuerdo su excitación al verme tendida. Al sentir mi cuerpo debajo de él. Su olor. Jamás podré olvidar eso. Recuerdo el metal recorriendo mi garganta. La desesperación. El dolor. El ahogo en mi propia sangre. La angustia de saberme en el último instante de mi vida. No hay túneles ni luces, solo el rojo de mi sangre y la nada misma. Quiero irme y me siento atrapada en su cuerpo. Quiero desgarrarla por dentro, salir. Grito. ¡Qué me saquen de acá! Nadie escucha. Nadie me ve. La observan a ella, a ese saco de carne y huesos, pero no la ven. Miran y no ven. No me ven. Lloro por eso. Me doy por vencida. Y salgo de ella. De mí. Floto. Y soy testigo de mi propio asesinato.

Silenciosa e inmaterial observo la lluvia. Los policías corriendo. La gente murmurando. Y me resigno a vagar en este limbo hasta que alguien me deje descansar en paz.  

Autora: Soledad Fernandez (Misceláneas) - Todos los derechos reservados 2017

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