Dicen que el
asesino siempre vuelve a la escena del crimen. ¿Será verdad?, me pregunto. ¿Será
posible que esté aquí mismo, junto a mí? un escalofrío me recorre. En mi nuca. Miro
a mí alrededor. Está lleno de gente, curiosos en su mayoría. Ansiosos de
sangre, de violencia. Violentos reprimidos que son inconformes con su
existencia mediocre.
Dicen que
ellos siempre vuelven, que no importa cómo sea de violenta la muerte, ellos
estarán ahí para ver el resultado. Para deleitarse con su obra maquiavélica o
simplemente para sentirse omnipotentes. Solo de pensar que esté acá me da
miedo, asco, impotencia.
Observo los
personajes, evalúo cada rostro. Estoy acá igual que ellos. ¿Seré culpable de
algo, también? Sin embargo, no hay tiempo de pensar porque el circo se arma y cada
personaje comienza a actuar. Cada uno con su rol, como si fueran importantes,
destacados. Miro a los que investigan.
Se les nota en la cara que no tienen pistas. Están nerviosos. Gesticulan
demasiado. La lluvia está a punto de caer y puede arruinar toda la evidencia.
Mi pecho se contrae de sólo pensar en esa posibilidad. ¿Sabrán quién fue el
asesino? ¿Por qué esta y no otra mujer? Aunque pienso que siempre es una
mujer.
El cielo es ajeno
a todo. A él no le importa lo que puede provocar. Entonces las primeras gotas
comienzan a caer y la policía se acelera aún más. Alista todo tipo de
información lo más rápido posible para que nada quede en el limbo donde los
juicios se pierden y los asesinos salen libres. Cubren el cuerpo con una
enorme bolsa. Quizás ella pueda preservarse y contar qué le pasó.
Todo me
recuerda a las películas de crímenes donde todo sale bien, todo se resuelve. Me
transformo en el investigador de alto rango que observa el cuerpo. Me creo
inteligente aunque recibo órdenes todo el tiempo. Mi vida es miserable porque
mi mujer me dejó por estar siempre trabajando, por no prestarle atención. Las
noches son duras, ahora que ella no está. Demasiado solitarias y llenas de olor
a cigarrillo y ron. La resaca me persigue hoy como cada mañana. Ese es mi único
escape de la realidad, aunque no funciona casi nunca. Camino, observando todo a
mí alrededor. No se me puede escapar nada. Estoy atento, aunque la cabeza me
explota de dolor. Miro la evidencia y deduzco que el crimen fue en otro lugar.
Hay poca sangre y sin embargo la piel de la víctima está tan blanca como una
nube. A dónde habrá quedado toda esa sangre, me pregunto. Los dedos están
destrozados así que dio lucha, me digo. Hasta el final se defendió.
Pero ¿por qué
la gente no se mueve? Hay que sacarlos a todos, digo. Un rayo ilumina el cielo,
un trueno desgarra ese murmullo constante. Y todos se quedan. Nadie se mueve ni
un milímetro. Quizás si no mirasen todo se evaporaría y el crimen dejaría de
existir. ¿Será eso? Pienso que en realidad los curiosos tienen guardados en su
placares muchos muertos y por eso no se mueven. Temen que les hayan robado el
suyo y ahora esté expuesto ante la mirada de todos. Necesitan constatar que no
es su muerto sino el de otro.
Observo la
multitud y pienso que todos han querido matar a alguien; que todos han diseñado
un asesinato perfecto. Imagino que todos saben donde podrían desechar un cuerpo
y en qué momento, en que época del año, es mejor liberarlo. Saben que hasta
llamar a la policía pidiendo ayuda es algo inteligente, que despistaría.
Recuerdo que una vez yo tuve la idea de un asesinato perfecto. Me acuerdo que
pensé que debía ser mujer, que debía tirarla en un callejón como este y que
debía estar a punto de llover para que la evidencia se borrara con el agua. ¿El
asesino habrá leído mis pensamientos alguna vez? ¿Seré cómplice si fue así? Mi mujer
me había engañado con el vecino. Quería matarla, pero no pude. Sin embargo todo
esto es tan parecido que me estremezco. Tal vez mis pensamientos fueron
demasiado ruidosos y alguien más los escuchó. Me convenzo de eso y me siento
culpable.
Dejo al
investigador. Vuelo. Imagino a esta joven mujer acechada. La mirada del
asesino sobre su espalda, sobre su nunca. Imagino cómo la observó
cuidadosamente antes de decidir avanzar. Puedo imaginar su ansiedad. La sangre
hirviéndole en las venas, sus pensamientos morbosos. La necesidad incontrolable
de clavar ese puñal en su garganta. De ver la sangre brotar y escurrir.
Puedo sentir su locura acelerada en mis venas. Su morbo en mis neuronas.
Puedo imaginar como la controló a la distancia, como midió sus acciones, como
se enteró de sus actividades cotidianas.
Lo imagino.
Lo siento. Soy él. La mato. La observo. La desecho. Jamás podría, me
digo. Aunque… dicen que todo depende de las circunstancias. Que si todo se
conjuga, es inevitable matar. Quiero dudar de eso, aunque es difícil de escapar
de semejante probabilidad.
Entonces mi
piel es otra. Es la de ella. Siento el asfalto debajo de mi cuerpo. Estoy
helada porque ya no tengo pulso. Me acuerdo de esos ojos vacíos, amenazantes.
Recuerdo su excitación al verme tendida. Al sentir mi cuerpo debajo de él. Su
olor. Jamás podré olvidar eso. Recuerdo el metal recorriendo mi garganta. La
desesperación. El dolor. El ahogo en mi propia sangre. La angustia de saberme
en el último instante de mi vida. No hay túneles ni luces, solo el rojo de
mi sangre y la nada misma. Quiero irme y me siento atrapada en su cuerpo. Quiero
desgarrarla por dentro, salir. Grito. ¡Qué me saquen de acá! Nadie escucha. Nadie
me ve. La observan a ella, a ese saco de carne y huesos, pero no la ven. Miran y
no ven. No me ven. Lloro por eso. Me doy por vencida. Y salgo de ella. De mí.
Floto. Y soy testigo de mi propio asesinato.
Silenciosa e
inmaterial observo la lluvia. Los policías corriendo. La gente murmurando. Y me
resigno a vagar en este limbo hasta que alguien me deje descansar en paz.
Autora: Soledad Fernandez (Misceláneas) - Todos los derechos reservados 2017
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