Él la toma entre sus brazos y
como puede la levanta de la cama. Carmen siente el corazón de Raúl latir
acelerado. Su aroma. Hace tiempo que no lo siente, que no se rozan. De
inmediato él la deja en la silla y se aparta. La conexión se pierde. Una
descarga de electrizadad, como un cosquilleo, recorre a Carmen. Ella duda si es
por él o por la silla.
—¿Quién la uso antes, Raúl?
—¿Antes?
—Sí, antes que yo la usara,
antes de que me pasara esto, ¿quién la uso?
—No sé quien la uso, Carmen. ¿Tan
importante es que sepas eso?
—Quiero saber quién la usó...
—No entiendo cuál es el
problema. La necesitabas urgente. La conseguí. Deberías estar agradecida. Pero
no. Siempre criticando. Siempre buscando la quinta pata al gato.
"Hay algo que no me
dice", piensa Carmen. "No tiene que saber de dónde la saqué",
piensa él.
—No dije nada Raúl. Solo
pregunte de quién era. Si es tanto problema no pregunto más nada. En mi
condición...
Ella siente que su pecho se
contrae de angustia. No puede angustiarse. No en su condición. Pero el pulso aumenta
y su respiración se entrecorta. Aunque no sabe si es porque ya no puede
caminar o porque sabe lo que se viene después. Con él. Acaricia el metal del
apoyabrazos. La silla es su nueva mejor amiga. O debería serlo de ahora en más.
Por el momento la odia. Aunque la electricidad esa que sintió antes sigue
estando. Quizás deba amarla, piensa. Ella la llevará a todas partes. La
acaricia. Siente algo en el metal. Hay unas letras, apenas se pueden leer. Ella
rasca.
—Disculpame —dice Raúl. —Es
duro verte ahí. Pero lo vamos a superar.
—¿Duro? Realmente no sabés lo
que me pasa o lo que siento. Pero siempre fue así...no me quejo esto podría ser
una oportunidad ¿no? Podría ser...
—Escuchaste al doctor. El dijo
que esto puede ser transitorio. No hay razón para que no camines...
Ella se endurece de pronto. Él
la quiere sana. El después está firmado, sentenciado en realidad. Ella debe
curarse a pesar de sus deseos. Así debe ser porque antes de su parálisis habían
decidido cómo sería el después. Y eso no se modificará por nada ni por nadie.
Menos por una paralítica amargada.
—No hay razón para mi parálisis
y aun así no camino. Todos creen que estoy loca. Pero no lo estoy. Vamos a
casa ¿sí?
Él la acomoda en la camioneta
luego de varios intentos fallidos. Carmen puede ver como la vena de su frente
late enérgicamente. Imagina que se hincha, le borra la cara, se pone violeta y
más violeta. Luego estalla y la sangre de él la baña. La sangre es salada y
caliente. Le gusta esa sangre. Podría alimentarse de su sangre. Observa cómo Raúl
se retuerce del dolor y muere desangrado. Hace una sonrisa y él se pone más
nervioso. Transpira. Golpea la silla varias veces para que se trabe. Ella siente
los golpes en su espalda, pero no se queja. Incluso le gusta. Le encanta
tiranizarlo con la mirada, con sus suspiros. Sabe que lo hace sentir frustrado
e inútil y eso le da placer. Él la observa y ella calla aunque en ese juego
sadomasoquista, Carmen no deja de preguntarse quién habría usado esa silla antes.
Quien se habría sentado en su silla de ruedas. Las palabras siguen ahí
grabadas y ella talla con su dedo para aclararlas.
El viaje dura una hora exacta.
Sesenta minutos de preguntas. De dudas. ¿Y si el dueño anterior era una mala
persona? ¿Habría muerto esa mala persona? ¿Habría muerto en circunstancias
sospechosas? Seguro que había sido asesinado, tal vez por algún amante
frustrado, concluye horrorizada. Podría haber sido otro tipo de persona. Un
mártir que dejaron morir de hambre, solo. Abandonado por la familia. Pero
Carmen prefiere que sea un asesino. Que se haya vengado de todos. Un amargo,
frustrado y odioso ser humano. Postrado y vengativo. Prefiere pensar eso. Elige
que ese anónimo que usó su silla de ruedas, haya sido un asesino serial. Un
calor la inunda, la excita.
Una frenada, un bocinazo, unas
puteadas de Raúl. Ella se ríe y él lo detesta. Entre tanto, llegan a la casa y,
como puede, él la baja. La mucama ayuda con el equipaje. Sin decir nada lleva
el bolso hasta la habitación de la señora Carmen, como le dice a su jefa.
—¿Necesita algo más, señora
Carmen?
—Necesito caminar. Eso
necesito.
Carmen sabe que es dura, pero
así la debe tratar. Por el después. Ella tiene piernas que funcionan y la odia
por eso. Entre tantos otros motivos. Es joven y hermosa y eso es un insulto a
su parálisis. Desea que no exista, que la deje sola. Desea que esa cucaracha
sea aplastada como el insecto que es. Pero nada pasa. Carmen vuelve a sonreír.
La ve ahí, indecisa como un pollo mojado, aletargado. Ve como la mucama se
queda quieta, petrificada junto a la cómoda, sin decir o hacer algo. El tiempo
se dilata, demasiado tal vez.
—Yo no...
—Retirate por favor.
La mucama se va. Podría
mandarla a la mierda pero eso le costaría el empleo. Ya no existiría el
después. También podría alegrarse de que ella se encuentra en esa condición,
pero no puede. Se da cuenta de que en realidad no siente nada. Absolutamente
nada.
Va a su habitación de mucama.
Arma un bolso pequeño con sus pocas cosas de mucama y sale a la calle. No
presta atención al dueño de la casa que le pregunta a los gritos a dónde va. No
percibe que le pregunta si la señora Carmen la maltrató. No escucha que él le
dice que la necesita. Que espere el después. Que sin ella no puede. Sin sentimientos,
la mucama cruza la calle. No presta atención al entorno y no puede frenarse
ante los coches que pasan por la calle. Sabe que debería detenerse pero no
puede. Lo intenta pero no tiene control sobre sus músculos. Algo la tracciona.
La moviliza. Los coches la esquivan como pueden. La evitan. Pero un camión
dobla en la esquina y apenas logra divisarla. Entonces, los sentimientos
vuelven cuando ella tiene el camión encima. Y se arrepiente de todo mientras
grita de terror. Pero ya es tarde. La joven mucama es atropellada y muere en el
acto ante el asombro del chofer y del dueño de la casa que no entiende qué
sucede.
Hay gritos, llantos, corridas.
Llaman a la ambulancia aunque es en vano. La mucama ya no existe. El después ya
cambió.
Raúl mira a la casa. Ve a Carmen junto a la ventana, sentada
en la silla de ruedas. No divisa su rostro del todo pero puede jurar que ella
sonríe. "¿Será tan perversa?", piensa consternado. Llora y se dice que todo es una maldita
pesadilla. Que debe despertar. Que está atascado entre el ahora y el después.
Carmen observa desde la ventana del cuarto. Ve a Raúl
llorar. Sí, él llora como una niña. El después ya comenzó, se dice. Uno diferente
porque la mucamita ya no está. Respira hondo. Siente que su pecho se libera. Ahora
tiene una ligereza en el alma. Gira su silla, acaricia el metal nuevamente. Las
letras se aclaran y ella lee con sus manos: "Lo que desees se hará
realidad. Ellos deben pagar para que vuelvas a ser quien eras". A Carmen
le brillan los ojos. Ahora el mundo está en sus manos y el futuro, a sus pies.
Autor: Soledad Fernández (Misceláneas) - Todos los derechos reservados 2017
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