“¡Mirá papi,
es Papá Noel!”. Ese que va ahí corriendo es mi hijo. Tiene cinco años y cree en
Papá Noel y los Reyes Magos. Sí, va corriendo a abrazar a ese gordo vago
vestido de rojo. Él está convencido (de) que ese tipo le va a traer lo que
pidió. Pobrecito. Pobre yo que soy el que baja los billetes para pagar la dulce
y alegre navidad de mi familia.
Pero no culpo
a mi hijo. Yo fui así. Así de crédulo. Hasta que entendí que todos estos tipos
vestidos de franela carmesí se aprovechaban de nosotros. Bah de ellos, los
niños.
¡Cuánto
desprecio!, dirán ustedes. Es así. Uno de estos me quitó la ilusión de la
navidad hace muchos años. Siempre quise vengarme. Siempre lo imaginé, lo
saboreé acá en mi mente. Imaginé miles de horrores cayendo sobre ese hombre y
otros tantos iguales a él. Pero primero les voy a contar el porqué de mi
indignación y odio hacia esta gente que ama disfrazarse de un octogenario de
barba blanca.
Yo tendría
once años. Sí, once. En aquella época no existía internet ni nada por el estilo,
así que la única magia reconocida era la de Papá Noel y los Reyes. Y uno
estiraba sus creencias hasta el máximo posible. Hasta casi la adolescencia si
era necesario.
“Papi, vení” Ahí
voy Ramiro. Miren, es tremenda esa cara de ilusión. Esos ojos llenos de
esperanza. Las miles de preguntas existenciales: ¿Habrá leído mi carta? Si no
tengo chimenea, ¿viene igual? Preguntas que ellos se hacen, como me las hacía
yo. Aunque una de esas preguntas, básica y profunda como el origen del
universo, llevó mis ilusiones infantiles a la ruina.
Veo a Ramiro
y los sentimientos se me mezclan. Recuerdo las fiestas de mi infancia. Como
entonces, Mamá está ahí sentada, aunque con muchos años más. Su pelo canoso, su
sonrisa arrugada. Pero siempre ahí. Casi puedo perdonarla…pero no.
Aquella
navidad fatídica, Papá Noel había venido a casa. Mis primos y yo habíamos
aguantado hasta las doce de la noche. Corriendo, molestando a los grandes.
Robando los restos de las copas de sidra que se habían abierto con alguna
anticipación. Estaba en la plenitud de mi felicidad. Yo era el primo más
grande, así que de alguna forma marcaba el camino para los demás. Y en las
navidades era el más astuto. Generalmente adivinaba qué le traían a cada uno.
Hacíamos apuestas con eso y yo les ganaba a todos.
“¡Papi!” Ya
voy, hijo. Sentate que te saco una foto, a ver… mírenlo. A Ramiro y a “Santa”.
Le suda la gota gorda. Ese traje le queda apretado. Le creció la panza en estos
años. Y esos ojos están seniles ya. Que lo parió. Parece que él también
envejece. “Despacio Ramiro que el hombre se va a destartalar si le saltás así
encima”.
¿Cuál era la
pregunta que me rondaba? Una básica por supuesto: ¿cómo hacía Papá Noel para
estar de forma simultánea en las chimeneas de todo el mundo? Era algo muy
complejo de lograr, aun siendo el dueño de la magia. Y no había una respuesta
convincente para mí que no quería despertar y dejar de creer. En realidad creo
que evitaba la respuesta. Evitaba crecer.
Aquella
noche, luego de esperar varias horas, luego de que la ansiedad inundase mi
corazón y la de todos los menores de edad, las luces se apagaron y fuimos corriendo hasta
el enorme árbol de navidad de mi familia. Y aparecieron Papá Noel, el conejo de
pascuas (muy venido a menos) y otro personaje que no recuerdo. Podría haber
sido tranquilamente WinniePooh, no estoy seguro.
“Papi, Papá
Noel tiene el mismo olor que el abuelo Toto”.
Parece que la
tercera edad usa solo OldSpice. Rami es
muy perceptivo. Siempre digo que estos pibes nacieron con una computadora en
cada mano y que nos pasan por arriba. “Sí, hijo. Usan el mismo perfume”.
Volviendo a
mi navidad, aquella noche en cuanto divisé a Papá Noel me le tiré prácticamente
encima. Recuerdo que puso cara severa y que ese gesto me fue muy familiar
aunque, por supuesto, no le hice caso. Ni al gesto ni a mis instintos que
gritaban lo obvio: ese hombre era un trucho, no era Papá Noel. Pero yo quería
mi regalo y punto. Había hecho una larga lista de posibles presentes, así que
algo de todo eso tenía que sacar del fondo de su bolsa. Recuerdo
que buscó un rato largo y sacó un paquetito (que me pareció algo escaso, obvio)
y me saqué la foto anual.
Pero me quedé
molesto por esa cara de enojo de Papá Noel. ¿Por qué me había mirado así? ¿Acaso
había cláusulas de edad o algo parecido? No entendía por qué me defraudaba de
esa manera. Entonces decidí encararlo. Lo seguiría y cuando nadie nos viera, le
pediría explicaciones. ¿Quién se creía? Sólo una persona en todo el mundo me
podía regañar así y no estaba en ese momento. Como en tantos otros momentos.
Así fue que lo
seguí. Sin que él lo notara caminé tras sus pasos. Él anduvo por la casa, mí
casa, con total naturalidad, sin percatarse de que lo seguía. Y se metió en el
cuarto de mis padres. ¡Descarado! Cerró la puerta luego de entrar y yo apoyé mi
oído para escuchar. Hubo risas. Muchas risas. Pero lo que recuerdo con gran
nitidez es: “¡No puede ser que todavía crea en cuentitos de hadas!” Papá Noel le
decía eso a mamá. Pero ella le contestó: “Dejalo, no seas tan duro con él. Ya
va a crecer”. Pero yo no quería crecer. Al menos no ese día. Y menos con ese
regalo de morondanga.
Estaba tan
enojado, tan indignado con lo que ese gordo vestido de rojo le decía a mí vieja
que con violencia abrí la puerta para devolverle el maldito regalo y cantarle
las cuarenta. En la cara. Pero me encontré con el cuadro más inesperado de mi
vida: Papá Noel besando a mi madre y toqueteándola por todos lados.
Por supuesto
salí corriendo de la habitación. Horrorizado.
Ese día dejé
de creer en todo. La navidad ya no fue importante para mí. En casa no se habló
más del tema y por varios años Papá Noel no volvió a animar las fiestas
familiares. Hasta que nació Ramiro.
Y acá
estamos, frente a frente. Frente a este hombre sudoroso, vestido de rojo que
ahora me mira con aprobación. Saca un paquetito y me lo da mientras me guiña el
ojo. “Tiene el mismo olor que el abuelo Toto”, recuerdo y mi amargura se
transforma en un llanto ahogado y en un abrazo sentido a mi papá.
Autor: Sole Fernández (Misceláneas) - Todos losd erechos reservados 2017
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