—Decime que soy normal. Decilo. Contame cómo me parezco al
resto, cómo soy igual, imperturbable. Normal. Dale, decímelo. Contame lo linda
y prolija que soy. ¡Dale!—gritó pero se censuró de inmediato—No quiero ponerme nerviosa—agregó murmurando entre dientes
colocándole el cuchillo en el cuello, una vez más.
—Sos…sos…
—¡Normal! Decímelo—y la zamarreó con fuerzas.
—Normal…sos…normal
Entonces la mujer comenzó a reír. Se
levantó de la silla y fue hasta el espejo. Tomó el lápiz labial rojo y pintó su
boca. Apretó fuerte para que el rojo fuese intenso como la sangre. Sobrepasó la
línea de los labios pero no le importó. “Soy normal”, se repitió.
Agarró el cepillo y comenzó a peinarse
el enmarañado cabello. También era rojo. Se lo había teñido. Quería parecerse a
ella. Volvió a la mesa observó a la asustada mujer y le clavó el cuchillo, directo
en el corazón.
***********
“Estás bien”, dijo Camila luego de
observarla en silencio. "¿Seguro?", preguntó Verónica, y recibió una
sonrisa como respuesta. Era la primera vez que se veían. Un silencio las
envolvió. Verónica intentó adivinar algo más de su doctora, algo que quizás
Camila no decía. Algo que le ocultaba. Nada. "Estás perfectamente
normal", insistió la doctora Camila. Verónica salió del consultorio y ya
en la calle supo que la consulta no había alcanzado. No era suficiente para
ella.
Esa noche fue difícil dormir, pero
eventualmente y luego de su quinta píldora, lo logró. Soñó con su nueva
doctora. “Estás bien. Es normal” y la sonrisa. Una sonrisa roja como la sangre,
burlona y desmesurada. Y esos ojos claros, turquesas, que parecían de muñeca.
De esas que te regalan cuando cumplís nueve y ya esperabas otra cosa. Quizás
una bicicleta o un reloj.
Al día siguiente, se levantó y se
miró al espejo. Se vio como siempre, desalineada, apagada. Descolorida. Excepto
por esas líneas rojo sangre que aparecían en su rostro. Esas líneas tortuosas y
penetrantes que surgían en sus momentos “especiales” y la surcaban toda,
completa. Así comenzaban sus episodios. Primero llegaban las líneas a la cara.
Se estacionaban, se hacían intensas y después de un rato se movían a su cuerpo.
A todo su cuerpo. Como lombrices debajo de la piel. Carroñeras y sucias. Podía
sentirlas comiendo su carne, alimentándose de su sangre. Era desesperante.
Verónica sabía que cuando eso pasaba debía tomar sus píldoras y rezar mucho. Encomendarse.
Pero a veces no alcanzaban, ni las píldoras ni los rezos y esa vez no alcanzó.
Tuvo que completar el ritual.
Se quitó toda la ropa y salió al balcón de su departamento. A pesar de que era
julio, no sintió el frío ni las miradas indiscretas de los vecinos. Solo la
iluminación de la curación. La luz en su piel, el efecto sanador. Estuvo un
rato así, expuesta, con su piel erizada y los pezones endurecidos de frío. Luego
entró y se vistió con el pullover amarillo intenso que había tejido cinco años
atrás. Se lo colocó encima del busto, sin corpiño, sin remera. Necesitaba
sentir la picazón que le provocaba la lana. Necesitaba sentir lo real. La
muerte de las lombrices en forma de calambres en la piel. Luego se puso las medias
de muselina turquesa y un par de zapatos rojos.
Pero se sintió incompleta esta vez.
Entonces fue hasta el consultorio. Necesitaba las palabras terapéuticas de
Camila. Esperó una hora y otra más. La gente iba y venía, acelerada, ocupada,
preocupada. Ella tenía tiempo, siempre lo tenía. Además de sus preocupaciones,
que eran sus episodios. Y sus píldoras. Tenía todo eso. Pero observaba el apuro
de los demás, los demonios que llevaban a cuestas. Las cruces personales. Los
miraba y se reía porque ella se había librado de su demonio. Tiempo atrás. No
se lo había contado a Camila. Pero lo había hecho. De un tiro en la cabeza.
Hubo sangre y todo. Pero así se libró. Luego estuvo un tiempo en la clínica y
un demonio nuevo quiso aparecer, pero no lo dejó entrar. Jamás volvería a tener
un demonio. Solo las lombrices…por ahora.
“Estás bien Verónica. No te olvides
de tus remedios y no tomes frío”, fueron las palabras mágicas de la doctora y
Verónica se sintió renacer. Sin embargo pudo ver algo en la mirada de Camila.
Quizás un pequeño demonio naciendo. Tal vez…
Los días pasaron y Verónica sintió
una profunda preocupación por su doctora. Si eso era un demonio debía salvarla.
Quitárselo antes de que su espíritu se viese corroído. De que su luz se viera
comprometida. Y volvió al consultorio, el único lugar dónde podía observar a su
salvadora.
***********
Camila vio a la mujer que tenía
enfrente. Por dentro algo se modificó. No supo qué con exactitud, pero ahí
estaba esa sensación. ¿Un recuerdo? Quizás. Era algo profundo, visceral.
Sanguíneo. Estaba segura de que le producía cierto temor. “Estoy un poco loca”,
le había dicho y ella anotó en la historia clínica “Psicosis”.
Las horas corrieron luego de aquella
paciente. También desfilaron los otros pacientes: grandes, chicos, ancianos,
gordos y flacos. La variedad de siempre. Las patologías cotidianas. Excepto
ella.
Antes de salir miró nuevamente la
ficha. Miró la palabra atemorizante. La vio resaltada con fibrón flúo. Entre
comillas y subrayada. No lo creyó exagerado. Solo precautorio. Como si se
tratara de una enfermedad contagiosa. "¡Que tonta!", pensó aunque eso
no acalló sus sentimientos. Sonrió y salió del consultorio. “Tarde, tarde”, se
dijo mientras encendía la música del estéreo y se ponía en marcha rumbo a su
casa. Era de noche ya. No le gustaba salir de noche.
Se observó en el espejo retrovisor.
Se acomodó el pelo. Lo odiaba. Siempre se veía desaliñada y pálida. Tomó el
lápiz labial y se remarcó los labios. “Así está mejor”, pensó y bajó del auto.
Ya en su casa abrió la heladera en
busca de algo para comer. “¿Cómo puedo saber que esto es lo real?”, recordó las
palabras de Verónica, mientras veía un pedazo de queso lleno de moho. Era lo
único que tenía. Esa pregunta la había desencajado. No había respuesta para
eso. No una cuerda. Resignada se fue a dormir sin comer.
“Va a volver y voy a tener que
contestarle algo”. Los días pasaron y Camila justificaba con esa sentencia el
pensamiento recurrente que aparecía una y otra vez. ¿Qué es lo real? Buscó en
internet, en libros de psiquiatría, en revistas científicas. “Nunca confrontar
las ideaciones de un delirio”. Camila temía que su paciente hiciera algo grave.
Aquella tarde Verónica apareció de
nuevo en el consultorio. Esta vez estaba silenciosa. Vestía un pullover
amarillo, medias turquesa y zapatos rojos. “Está en plena crisis”, pensó
Camila. Debía estar alerta.
—Tenés que ir al psiquiatra—le dijo y Verónica solo respondió —Estoy bien. Usted lo dijo. Todo esto es normal. Soy normal—Y la flamante doctora, desvelada por el dilema de lo real e
imaginario, lo normal y lo patológico, no dijo nada. Solo sonrió.
Verónica se despidió. Le tendió la
mano sabiendo que si un demonio habitaba su doctora lo percibiría con el tacto.
Era así de simple. Quizás sus lombrices adormecidas traspasarían la barrera
dérmica y ayudarían a esa pobre mujer endemoniada. Rogó que fuera así. Camila
le dio la mano y sintió una pequeña descarga eléctrica. “Estoy cargada”, dijo
sonriendo, aunque algo preocupada por dejar a Verónica a merced del destino. “Debería
internarla”, pensó y en cuanto su paciente cruzó la puerta llamó a un
psiquiatra amigo.
**************
—Hola, ¿quién es?— dijo Verónica.
Alguien tocaba el timbre. Era raro
porque ella nunca tenía visitas. Ni siquiera los testigos de Jehová se
acercaban a su casa. Ninguna persona. Absolutamente nadie. “¿Quién será?”, se
dijo preocupada, con las lombrices en estado alerta, prontas a salir. Sus manos
temblaron de puro estrés. Trató de calmarse, calmó a sus lombrices y fue hasta
el espejo. Se miró, se acomodó un poco el pelo y se acercó a la puerta del frente.
Una pequeña camarita le permitió ver una cabeza enorme, desproporcionada y unos
ojos gigantes. No le gustaba esa cámara. Era la ventana a los demonios de los
demás. Cerró los ojos por la impresión. Los cerró fuerte hasta que dolieron.
Miró de nuevo entre chispazos de su retina que intentaba descifrar quién era
esa persona. Entonces identificó a su doctora y se alegró. Sabía que sus
lombrices la habían liberado, estaba segura. “Debe venir a agradecerme”, se
dijo y abrió la puerta.
—Verónica…hablé con un psiquiatra…—comenzó la doctora.
Un cosquilleo recorrió el cuerpo de
Camila. Como un pequeño rayo a bajo volumen. Mientras hablaba, se miró la mano,
esa porción de la piel donde había sentido la descarga eléctrica el día
anterior. Tenía una pequeña línea roja que se movía, se multiplicaba. Las
líneas se dispersaron y treparon por su brazo. La abrazaron, la poseyeron.
—¿Qué es esto?—gritó asustada, mientras se quitaba
la ropa.
—Tranquila—dijo Verónica—Son mis lombrices sanadoras. Te quitarán el demonio.
Camila comenzó a gritar desesperada. Se
arañó la piel intentando quitar esas lombrices, sin conseguirlo. Se quitó toda
la ropa y quedó expuesta ante su paciente. La vio con esa sonrisa burlona y
roja y no supo qué hacer.
—¡Qué me hiciste, hija de puta!—vociferó con bronca.
Verónica sólo observó, callada aunque
sonriente. Entonces Camila la tomó de los brazos y la zamarreó. Verónica
parecía una muñeca de trapo, inmóvil e imperturbable. Camila, con más bronca
aun, la tomó del pelo mientras Verónica gritaba entre ahogos por el llanto.
Camila, fuera de si, endemoniada como estaba, la llevó hasta la mesa. Sin hacer
caso de los gritos le golpeó el rostro una y otra vez hasta que la dejó
inconsciente.
Luego de un rato, Verónica abrió los
ojos. Quiso moverse pero sintió las amarras que la rodeaban. De refilón vio a
su doctora. Se había teñido el pelo y se había puesto el pullover amarillo sin
corpiño y sin remera. La vio acercarse. La vio poseída por el mismo demonio del
que ella se había librado una vez. Camila se acercó y colocándole un cuchillo
en el cuello le dijo entre dientes: “Decime que soy normal”.
Autora: Soledad Fernández (Misceláneas) - Todos los derechos reservados 2018
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