martes, 25 de junio de 2013

El Prisionero



El se despertó y no sabía muy bien donde se encontraba. Su cabeza daba vueltas y era raro, porque nunca le había sucedido antes. Nunca en toda su existencia, que era larga, había sentido siquiera una jaqueca o un mareo. Su salud era impecable y debía ser así. Entonces, estaba extrañado ya que sin previo aviso, la nada. Todo a su alrededor se había vuelto oscuridad. Y eso era ironía pura para él.

Quiso incorporarse y notó que estaba fuertemente atado a una silla. “¿Cómo terminé atado?”, pensó. Y mientras deliberaba acerca de la situación que estaba atravesando se dio cuenta de que a unos metros suyos, sumido en la oscuridad, alguien estaba observándolo. Escondida en la penumbra, una persona miraba con cierto temor. El podía sentir la respiración entrecortada y su corazón acelerado. Quería decirle algo pero ¿qué? ¿Le diría acaso que se había metido con alguien muy importante? El mismo, a esas alturas, no sabía si era muy importante. Era relevante para el mundo si, pero ¿importante? Le pareció gracioso estar cuestionándose así y casi se le escapó una carcajada. Jamás en toda su existencia había cuestionado la relevancia de su tarea y ahora le interesaba saber si era o no importante.
Claramente estaba divagando. Debía comunicarse con su captora ya que todo eso era un error. Le diría que debía desatarlo, en lo posible sin tocarlo ya que si siquiera lo rozaba con un dedo, habría graves consecuencias que él no podría manejar. Tal vez era eso lo que lo trastornaba. No tener la libertad de tocar o hacer lo que se le antojara cuando se le ocurriese. Su trabajo le llevaba 24 horas al día, sin descanso. Sin descanso…entonces un pensamiento lo asalto: ¿Cuánto tiempo había estado desmayado? Su tarea era imprescindible, tal vez no importante, ¡pero era relevante! “Estoy enloqueciendo” se dijo en voz baja. Y la joven que lo estaba observando escondida en la penumbra del cuarto, se sobresaltó al escucharlo.

-Hola…- le dijo él.
Del rostro de ella, solo se podía ver el brillo de los ojos. Tenía unos bellos ojos, algo tristes tal vez, pero hermosos y sinceros. El se dio cuenta de que pocas veces se había detenido a ver los ojos de la gente. En su trabajo de 24 horas al día, donde casi no tenía descanso, con el mundo como su oficina, apenas tenía tiempo de pensar en su propia existencia, relevante pero cuestionablemente importante.

“¡Ya basta!”, se dijo y la chica se sobresaltó otra vez. Al parecer con el Hola había logrado algo, pero con esa frase convenció a la mujercita de que él estaba simple y llanamente loco. ¿Y si eso era lo que estaba pasando? ¿Si realmente estaba loco? No…él era trascendental para este mundo. Pero ¿por qué no recibía ayuda? Seguramente su jefe no estaría enterado de este secuestro, sino ya habría actuado de alguna manera… o tal vez esa era exactamente su forma de actuar. Se había cansado de él y quizás ya le habría quitado el trabajo y esa era la forma de notificación de su despido: ¡un secuestro! Era demasiado…él jamás le haría algo así. A nadie.

-No me tengas miedo, querida…no te voy a hacer daño…

¿O si? Y ¿si ella estaba en su lista? Es más, no sabía donde estaba su listado. Tal vez entonces, ella sabía quien era él y todo esto si había sido un atentado pensado y perpetrado para eliminarlo del universo. Pero él, con las décadas, se había convertido en una pieza clave del engranaje que componía el mundo. Su labor era casi detestable, pero contribuía al equilibrio cotidiano, a la fina telaraña de la vida. Gracias a él grandes cosas habían sucedido y otras tantas terribles, no. O al menos así quería verlo él.

-¿Cómo te llamás querida?
- Eva- le contestó ella.
El se dio cuenta de que eventualmente Eva debía hacer con el prisionero, o sea él. No podría tenerlo atado allí para siempre. Pero, ¿Qué haría ella, entonces? ¿Lo mataría? El observó su rostro. Trató de leer sus pensamientos y no lo logró. Conocía la crueldad y la maldad humanas. Ya las había visto muchas veces. Pero en ella no existía nada de eso. Aunque los seres humanos eran sorprendentes. A veces hacían cosas impensadas, sobre todo ante la desesperación…

-Que curioso que te llames Eva. Como la primera mujer de la humanidad, madre de todos…- suspiró y continuó arriesgándose a perder todo -Querida Eva, te tengo que preguntar algo: ¿Sabés quien soy?
Eva se le acercó un poco más. No demasiado. Al parecer no quería darle opción a escapar o siquiera intentarlo. El se quedó meditando. Intentaba recordar si ella estaba en la bendita lista. La lista. ¿Dónde estaba la lista? ¿La habría encontrado ella? Si tan solo pudiera zafarse de sus amarras.
-No- le contestó Eva.
El la miró aliviado. Entonces, ¿qué estaba sucediendo?
-Y ¿porque, me tenés acá atado? No entiendo…

Eva lo miró y él recordó el golpe que ella le había propinado en su cabeza. “Tal vez fue muy intenso y le provoqué alguna clase de amnesia”, pensó la muchacha.
-¿No te acordás nada?- Le preguntó ella
-¿Que tendría que recordar?-
Él era muy hábil. No quería dar demasiados datos ya que si ella no sabía quien era él, no correría riesgos. Además, no le iba a facilitar su identidad. Era peligroso. Para ella y sobre todo para él. Si su jefe se enteraba, su trabajo estaría en jaque. Y si bien no era del todo importante, era relevante.

-Yo te golpeé en la cabeza con ese bate. Te preguntarás porque. Bueno yo estaba descansando en la cama, esa que está ahí- dijo señalándola con el dedo casi de una forma infantil y hasta contemos por la futura reacción de su prisionero ante la verdad que ella le estaba contando- y sentí frío. Eso me despertó y ahí te vi inclinado sobre la cuna de mi hijita…me desesperé y agarré lo primero que tuve a mano…no quise lastimarte. Bueno tal vez si. ¿Qué hacías inclinado en la cuna de mi hijita?
Eva hablaba pausadamente y casi susurrando. No quería despertar a su niñita que seguía descansando plácidamente bajo su mirada atenta y estresada. La mirada protectora de mamá. El la miró y entendió. Entendió no sólo que su trabajo era importante, relevante, imprescindible o trascendental.  
-¡La lista! ¡Tenés la lista!
-¿Que es esta lista? ¿Porque mi hija figura en esa lista? Y todos esos nombres… ¿Son los chicos que vas a secuestrar? ¿Sos un secuestrador?
-¡No! Eva te juro que no…
-Y ¿entonces? Por que estabas sobre mi hijita?- ella lloraba de desesperación
-Tranquila…yo soy…un Ángel
Eva lo miró y sus lágrimas se frenaron en seco.
-¡Por favor! ¿Me viste cara de tonta? ¿Que ángel se viste de negro…?
Y Eva se dio cuenta, en ese preciso instante, en ese momento único, que su prisionero era la Muerte misma…




Autor: Miscelaneas de la oscuridad

viernes, 21 de junio de 2013

Por un ratito de felicidad



Ella abrió sus ojos y suspiró. Un día más que se sumaba a la larga cantidad de semanas que constituían su vida. Se preguntó por qué había despertado. ¿Por qué el sueño no se transformó en su manto eterno de oscuridad? Al parecer sus ruegos de descanso perpetuo no serían contestados. Al menos no ese día.

Levantó su humanidad con dificultad. En la cama reposaba quien, muchos años atrás, había sido su felicidad. Hacía tiempo ya, él se había convertido en un extraño, en un témpano de nieve. Lo miró brevemente y se fue al baño. Pasó por delante del espejo y casi desconoció su rostro lleno de marcas provocadas por la vida. Profundas decepciones, preocupaciones, pérdidas, todas estaban allí representadas en su rostro que otrora mostrara belleza y juventud. Una juventud que ese hombre, durmiendo en la misma habitación que ella, más en otra cama, se había llevado. Abrió la ducha y sin dudar entró. El agua helada lavó sus supuestos pecados, como cada día por la mañana. Pecados que él le hizo creer que existían, que eran de ella. Ese ser la obligaba a concebirlo así y para ella la situación se había hecho parte del paisaje cotidiano.

Se dirigió al único lugar de la casa que le pertenecía, la cocina. Y no por opción. Miró sus ollas y recordó que durante mucho tiempo las detestó. Ya que representaron a la mujer que no pudo ser. Sin embargo, cuando en su hogar apareció por primera vez el llanto de un niño, no sólo fue feliz, sino que miró sus utensilios con cariño. Sus manos hacían magia y había quienes disfrutaban de lo mágico que ella tenía para brindar.

Puso la pava y tomó unos mates. Calientes y dulces como siempre le gustaba. Ya no importaban los quilos de más, entonces el azúcar se convirtió en su amiga. Pero aunque intentaba relajarse en esos instantes breves de paz, la atormentaba lo que vendría después. Un recuerdo llegó a su cansada mente. Tal vez distorsionado por los años, tal vez demasiado vívido, tal vez sólo era el recuerdo de un vago sueño. Pero siempre se venía a su mente, sobre todo en días cómo ese, domingo. Los ojos claros de alguien a quien ella había amado intensamente…

Se sentó un rato en una de las sillas. En breve, el captor de sus mejores años despertaría de su sueño y la abrumaría con alguna queja. Se aferró a los ojos de su amor de antaño. Un amor que no pudo ser, como todo en su vida. Un flash con su rostro la golpeo en las entrañas. “Después de tantos años…”, pensó. El hombre era poseedor de una belleza única y de una caballerosidad a la cual ella no estaba acostumbrada. El maltrato siempre había estado presente en su vida, pero este joven nunca le levantó el tono. Siempre la trató con deferencia y amabilidad. Ella recordó hasta el lugar preciso de sus encuentros, efímeros por cierto, pero cargados de sentimiento. Lo veía a escondidas unos breves instantes a la salida del jardín de infantes de su hijo, en la plaza del barrio. Sólo se miraban. Una vez se tocaron la mano. Otra, cruzaron alguna palabra. Pero ese anhelo, ese deseo la ayudaba a levantarse cada día y soportar los insultos de su marido. En ocasiones hasta se arrepintió de su maternidad temprana. Se sentía atada y sofocada. Pero continuaba.
Una tarde, mientras ella se perdía en la mirada de su amor, el niño que era su hijo desapareció de su vista. Lo busco y no lo encontró por largos minutos “Los más largos de mi vida”, recordó. La angustia y terror que sintió ese día, esos minutos eternos, la obligaron a olvidarse del hombre de su vida. Su hijo era la prioridad y ella debía estar ahí para él. Luego de intensa y solitaria búsqueda, encontró a su hijito. El niño estaba bien y a salvo, y ella nunca más se encontró con su amor.

Seguía sentada con el mate frío. Una lágrima recorrió su mejilla y también se congeló. Su mente se sentía divagar aún más de lo habitual, pero “es domingo”, se recordó. Luego de aquel día, y a pesar de que su marido nunca supo en detalle su desventura, el carácter de éste se endureció aún más, si es que eso era posible. Pequeñas batallas le libraba cada día, como forzándola a flaquear, a confesar, a renunciar. Pero ella se aferró a lo que siempre amó. A lo único que amó más que a su vida, más que a ese hombre que la hizo brevemente feliz. Se aferró a su hijo. A ese ser maravilloso que en más de una ocasión la puso en jaque, pero que como nadie más en su vida, fue incondicional.

Miró el reloj, las 9 y media. En un instante más comenzaría a preparar el almuerzo ya que “algo hay que comer” y la mañana pasaría en un suspiro. Luego de la comida y de lavar todo con la lentitud del peso de los años, terminaría exhausta y se recostaría. Daría así la bienvenida a la tarde que daba paso a la noche y el deseo de dormir para siempre otra vez. “Tantos años que he soportado aquí…a veces me pregunto ¿Por qué?... ¿valió la pena?”, pensó. Escuchó un ruido que la distrajo de sus pensamientos. Levantó la mirada creyendo que lo había imaginado. Sin embargo, el ruido repiqueteó otra vez. Se levantó rápidamente y corrió hasta la puerta.
-¿Quién es?- dijo mirando a través de la mirilla de la puerta.
-¡Abuelita! Soy yo ¡Te vine a visitar!

Y la felicidad invadió su corazón otra vez, por un ratito nomás dándole sentido a todas sus preguntas. 




Autor: Miscelaneas de la oscuridad

martes, 18 de junio de 2013

Locura de amor



La cena se había servido con gran prestancia. Ella estaba hermosa y con un leve sonrojo en sus mejillas. Facundo suspiró en el momento en que Geraldine desvió la mirada hacia otro lado. Miraba hacia su marido que, junto a ella, comía como si fuese la última vez. Y hablaba del progreso. A Facundo no le importaba el progreso. Le importaba Geraldine. La había soñado cientos de veces, siempre en sus brazos. Siempre amándola. Siempre suya.

Debía liberarla de su yugo. El sentía esa responsabilidad en sus hombros. Lo tenía todo planeado con detalle. Esa era la noche indicada y sólo tendría una oportunidad. Entonces, cuando el momento propicio llegó, se levantó de la mesa e invitó a Don Ocampo, que sólo había hablado de él mismo durante toda la velada, para que lo acompañase a la biblioteca. Le dijo que quería mostrarle una nueva adquisición y el hombre increíblemente le siguió. Geraldine se quedó en el comedor con alguien más. El plan marchaba a la perfección.

Don Ocampo se acercó a los libros depositados en numerosos estantes. Realmente la biblioteca era algo para admirar. Cuando el hombre le dio la espalda, Facundo tomó el revolver que su padre le había regalado unos años atrás. Un arma hermosamente decorada en plata y madera pulida a mano. La sacó del cajón del escritorio, silenciosamente y luego de respirar hondo, le apuntó. Don Ocampo se dio vuelta y lo miró con asombro. Ese chiquillo que aún tenía acné en el rostro le estaba apuntando descaradamente. “¿Quien se cree que es?”, pensó. Pero entonces Facundo dijo:

-Esto es por Geraldine…y por Greta…y por tu hijo no reconocido
Don Ocampo entendió que la situación era seria y quiso disuadirlo, pero Facundo ya había tomado la decisión. Nuevamente inspiró aire y disparó sin piedad.

Don Ocampo cayó desplomado en un charco de sangre. La muerte sobrevino casi inmediatamente. Facundo se quedó quieto, observando. Nunca había visto a un muerto y la sensación se le antojó poderosa. Finalmente, el plan había sido llevado adelante. El hombre estaba muerto. En aquel momento, tras escuchar el disparo llegó Geraldine.

El quiso abrazarla. Hacerla entender que lo que se había hecho era lo que debía hacerse. Pero al entrar ella gritó horrorizada. Nunca en su breve vida se había encontrado con un cuadro semejante. Ni siquiera en sus peores sueños. Sin embargo, Geraldine se acercó al asesino, le miró con tristeza en el rostro y en el instante en que él creyó que diría algo, nada. Solo le arrebató el arma y se disparó.

Facundo miró al hombre con el que hablaba hacía unas horas ya y le dijo:
-¿Y que pasó después? ¿Además de que perdí todo? Ella fue mi amante y consorte, mi sueño y mi peor pesadilla. Ella sigue conmigo. ¿No la ves allí? Allí…sentada, observando, con calma. Si mi vida, ya nos vamos a casa.
El hombre miró a Facundo horrorizado, pero éste siguió hablando
-No importa…ya no importa si no entendés. Ella es mía ahora y con eso me basta…

Y se fue hablando solo...con Geraldine.




Autor: Miscelaneas de la oscuridad

domingo, 16 de junio de 2013

Encerrada...



Ella entró y su corazón se aceleró en forma casi inmediata pero involuntaria. Era como si un presentimiento se le hubiese venido a la cabeza. No sabía bien a que se debía o por qué le pasaba eso y sin embargo no podía evitar entrar a ese lugar. Era casi inevitable hacerlo. Miró hacia el techo y todo estaba en orden. Las luces funcionaban a la perfección. El aire era ventilado sin problemas. Sin embargo, la sensación de querer huir de allí estaba más que presente.



El maldito lugar comenzó a moverse casi imperceptiblemente y una sensación de mareo y nudo en el estómago se le presentó. Tragó saliva para que eso desapareciese y lo logró a medias. De repente, oscuridad. El lugar se detuvo. Silencio absoluto. Ella comenzó a temblar. El terror hizo lo suyo. Sus manos comenzaron a sacudirse, mientras que un fuerte y rítmico latido sonaba en su cabeza con potencia. “No pasa nada” intentó convencerse, aunque su cuerpo no le hizo caso. Y aunque parecía una hoja temblando a merced del viento, intentó poner su cabeza en frío y pensar: “¿Qué hago ahora?”. Dudó un segundo pero lo entendió, era el momento de buscar la salida. A tientas se puso en contacto con una de las paredes. Tanta penumbra a su alrededor le hizo perder la orientación y no sabía hacia donde apuntaba. Quería buscar desesperadamente la puerta por donde había entrado. Y aunque intentó que sus ojos se acostumbraran a la falta de luz, no le fue posible ver nada. Comenzó a andar a tientas. Tocó la pared. La palpó para identificarla en toda su extensión. Pero era una pared lisa. No era la salida. Siguió deslizándose mientras comenzaba a sentir una opresión en el pecho que se incrementó con cada respiro. Otra pared, lisa. “No puede ser”, pensó. Se agachó porque la garganta se le cerraba lentamente. Con mucha dificultad, se arrastró a la siguiente pared, lisa. Un grito de desesperación pugnaba por salir de su laringe, pero el terror se lo frenó en seco. Silencio. Latidos en la cabeza. Mareo. Se acostó en el suelo con lágrimas en los ojos. Una luz roja y tenue se encendió. Una sirena ensordecedora comenzó a chillar, pero ella ya no escuchaba.



El encargado del edificio oyó la sirena del ascensor activarse y llamó al técnico que luego de varias horas pudo destrabarlo. Cuando el ascensor atascado descendió del todo y abrió sus puertas, ambos se encontraron con el horror hecho escena. Allí estaba ella, muerta, con los ojos como platos y la expresión congelada por el terror, allí en el ascensor de la oficina en la que trabajaba.





Autor: Miscelaneas de la oscuridad



sábado, 8 de junio de 2013

Asesino


 

De pronto, sentí unos deseos incontrolables de matar. No era algo de lo que podía enorgullecerme, pero era una cuestión presente en mi mente. En el inconciente. Una necesidad que se encontraba desde el nacimiento o tal vez desde corta edad. Y  ese deseo formaba parte de lo no dicho por mi, de lo no verbalizado. Varias veces me he preguntado cual era el motivo de ese deseo casi capricho. Tal vez, la cuestión de haber presenciado la muerte de mi padre en manos de mi madre, podría ser la oscura motivación de mis entrañas.


De ese trágico episodio para muchos, aunque no del todo para mi, tengo vagos recuerdos. Estos se presentaron de golpe, aunque los veía cómo en un día de niebla, con imágenes borrosas. Imágenes que, durante mucho tiempo, no pude entender. Tendría quizás 5 o 6 años. Mi padre era un hombre grande, enorme de tamaño. ¿Buen padre?, tal vez. No podría decirlo. Trabajaba para sostenernos a mi madre y a mí. Sin embargo los gritos y la discusión eran la única forma que usaba para comunicarse con mi mamá. Hubo épocas donde yo me levantaba asustado escuchando los chillidos de mi padre, atormentando a mi madre e incluso ruidos de golpes…
Muchas veces los altercados tenían que ver con alguna aventura clandestina de mi papá o por la falta de dinero. Otras, demasiadas, sólo por el hecho de existir. Una noche, mi padre volvió bastante más tarde de lo habitual. Mi madre lo esperaba, creo que con la indignación y el cansancio en la mirada. Yo estaba acostado en mi catre, tapado con las frazadas hasta el cuello, ya que era una noche de invierno. Recuerdo que miré por la ventana y algunos copos de nieve comenzaban a caer. Escuche gritos otra vez, como todas las noches y comencé a cantar una canción que escuchaba de mamá para dormirme. Lo hacía para intentar no escuchar, pero esta vez no pude concentrarme en la canción. Los gritos eran muy fuertes. Luego ruidos de ollas cayendo y después, como por arte de magia, silencio.

Nunca un silencio fue tan intenso y tan ensordecedor como el de ese día. Yo intentaba escuchar algún movimiento pero nada. Ni siquiera podía escuchar el metálico sonido de las motos pasar o los taconeos de las mujeres al caminar por la vereda que tantas otras veces me acompañaron en mi angustia. Me levanté con sigilo y caminé con el corazón en la boca. Podía escuchar los latidos pulsando en mis oídos y podría jurar que eso era lo único que podía oír. Una sensación rara se me vino en el estómago de golpe y luego, las manos me empezaron a temblar a medida que me acercaba a la cocina. En el umbral de la puerta de la habitación pisé algo cálido, líquido y espeso. Pero con la oscuridad presente, no pude ver bien de que se trataba. O mi mente lo borró quizás para protegerme de no se qué. Sin embargo estoy seguro de que lo que sentí esa noche, era la sangre de mi padre en las plantas de mis pies.

Tomé coraje y asomé mi cabeza. Un rayo de luz proveniente de la calle iluminaba a mi madre sentada en el suelo con la mirada perdida en la nada. Estaba acurrucada en un rincón, con las rodillas flexionadas y los brazos colgándole a ambos lados, casi inertes, huesudos aunque con la gracia de la juventud que a pesar de todo era su tesoro. Sus ojos bien abiertos, de un azul intenso y que otrora tuvieran un brillo indescriptible, carecían ya de esa vivacidad cotidiana y no parpadeaban. Luego de esa noche, ella nunca más tendría la mirada dulce y cálida que conocí en mi infancia. Su respiración era lenta y casi imperceptible, como si con eso minimizara el impacto de lo ocurrido y contribuyese al silencio sepulcral que estaba flotando en el aire. Un mechón de su cabellera, dorada y desprolija, le caía en el rostro como queriendo acariciarle la mejilla. Una caricia, un mimo que durante tanto tiempo le fue negado y que, tal vez, en ese momento ni recordaba como se sentía. Amor. Creo que jamás supo de qué se trataba ese sentimiento, no porque esa emoción no existiese en ella, sino porque nunca la recibió.

Inmóvil, en el piso no muy lejos de mi madre, había un bulto que yo no lograba distinguir. Sin embargo, y a pesar de mis cortos años, supe en ese momento que era el cuerpo de mi padre. Al verlo en la oscuridad me pareció en ese entonces, que era algo pequeño. Que allí en el suelo lo gigantesco de su ser había sido reducido a un pequeño saco de huesos. Fue extraño lo que dejó en mi corazón esa visión nocturna. En ese momento, tuve unas ganas intensas de abrazar a mamá. Pero algo me frenó. Tal vez el brillo de algo metálico en su mano me hizo retroceder. No lo sé. Pero luego de mucho, me arrepentí de no haberlo hecho. Entonces, sin hacer el menor ruido volví a mi cama e intenté dormir.
Creo que ese día, allí latente, esperando, pacientemente, la necesidad de matar comenzó a gestarse. Al principio evitaba pensar en ello. Era como una leve sed. Fácilmente controlable. Fácilmente manejable. La cotidianeidad de cada día me llevaba a pensar en tantas otras cosas que la idea de matar solo aparecía cada tanto. Cuando ya tuve más edad, me desquitaba cazando pequeños animalitos. Pero a medida que mis años se acumulaban, me di cuenta de que la necesidad pasaba por quitar una vida humana. Noté que el tomar vidas de pequeños animales sólo me daba remordimiento por desquitarme con seres que no entendían el porqué de mis acciones. Debía ser una persona, un alma. Alguien que entendiera el porqué. El sólo imaginar como sería tener tal poder en mis manos, me trastornaba, me excitaba. Era una revolución en mi estómago, como mariposas allí en la mitad de mi cuerpo y no era amor. Al menos no amor por otro ser. Era amor por el poder.

A la mañana siguiente de esa noche fría, desperté pensando que aquello que había vivido había sido un sueño. Sin embargo, una mujer vestida de azul y con placa de policía me llevó a la comisaría y me presentó a una trabajadora social. Primero pensé que había hecho yo algo malo. Pero luego entendí que esa noche había sido más que real. La mujer intentó explicarme que mamá estaría en un lugar donde yo no podría verla. Al menos durante algún tiempo. Y no la podría visitar porque algo grave había sucedido. Yo pensé en ese momento, que se había ido a lo de la abuela. Porque cuando ella visitaba a la abuela yo me quedaba con papá. Pero no. No había ido con la abuela. No había más papá. Yo estaba solo…

A mamá se la llevaron a un hospital mental y allí murió sola años después. Cuando finalmente me dejaron visitarla ella no me reconoció. Sus cabellos antes dorados, ahora eran blancos y enmarañados. Su físico esbelto fue transformado en delgadez extrema y su paso firme y apurado en un andar esquivo, errático e inestable. Fue la primera vez que sentí dolor en mi corazón. Luego de ese encuentro ella se quitó la vida. Se cortó la garganta en su cuarto con un trozo de vidrio. Tal vez me había reconocido después de todo.

Una vez que el oficial de policía y la trabajadora social me hablaron aquel día, fui a parar a un reformatorio del Estado. Allí estuve poco tiempo ya que me adoptó una familia que no tenía hijos. En esos años entendí por que motivo Dios, si es que existe alguno, le había negado a esa pareja la dicha de ser padres. Esa experiencia me dio más ansias de poder. En esos años fue difícil no llevar adelante mi plan de asesinar a alguien…

A los quince años escapé de aquella horrorosa familia. Vagué por las calles entre el cemento de los edificios y la suciedad que dejaban los autos a su paso. Dormí al calor de los árboles en las plazas y me alimenté en los mismos restoranes que los gatos y las ratas. En ese tiempo, se hizo fuerte mi resentimiento, y aumentaron aún más mis ansias de matar. Podría haber vuelto a mi familia adoptiva, podría haber buscado a mi abuela, podría haber confiado en el sistema. Pero no. Todos me habían defraudado más de una vez y ya era suficiente. Sin embargo un alma piadosa veló por mí.

La vida en la calle no es gratuita ni fácil. Se lleva el espíritu de las personas. Se come tu orgullo, lo devora, lo mastica y te lo escupe en la cara. Yo aprendí eso. Recuerdo que una vez estuve a punto de dejar este mundo insolente. Yo llevaba unos meses viviendo en la calle. Durante el día caminaba lo que mis piernas daban y durante la noche descansaba donde la luna y las estrellas me encontraran. Esa noche no había luna. La oscuridad era tremenda como lo era el frío y el hambre. Me intenté refugiar en una casa que yo sabía abandonada. Sin embargo, allí se refugiaba un grupo de muchachos. Ellos eran de esas personas que necesitaban de ciertas sustancias para que los ayudara a soportar la vida. Recuerdo que entré en el peor momento de su intoxicación y delirio, e interpretaron que venía a quitarles algo. Lo único que recuerdo es un puntazo en mi costado y luego oscuridad.

Cuando desperté vi a alguien que me estaba curando. En mi visión borrosa y delirante interpreté que era el Señor el que se había personificado y me bendecía. Luego lo vi crucificado en una pared venida a menos. Dormí mucho y con calor. Al menos eso me contaron después. Aquel que me estaba asistiendo era un sacerdote. El me había encontrado en el suelo sangrando luego del ataque de aquellos jóvenes. Me levantó del suelo y me llevó a su iglesia y allí cuidó de mí como hacía mucho tiempo que no nadie lo hacía. Durante varios años viví allí ayudando a otros. Y en esos años, mis ansias de poder casi ni existían. Allí conocí a Matilde.

Matilde era bella. Sin embargo, creo que en ese entonces no había lugar en mi para ese sentimiento que al parecer, toda mi familia era careciente. El amor nos fue negado a cada uno de nosotros. Con Matilde  tuvimos momentos de intensa pasión. El despertar de mi sexualidad fue gracias a ella. Ambos nos recorrimos en forma intensa y mutua en más de una ocasión. Pero mi mente y mi corazón otra vez no pedían ese tipo de agitación. Nuevamente pedían poder. El poder de hacer rogar por la vida. El poder de quitar el último aliento en un cuerpo. Sin embargo, algo de ella habrá calado en mí ya que la dejé ir. La dejé partir como se libera a un pájaro enjaulado. Le di libertad para que hiciera su vida. “Conmigo no encontrarás más de lo que te doy y sé que no es suficiente” le dije una tarde cuando, recostados en nuestra desnudez, fumábamos un cigarrillo. No hubo lágrimas, ni de ella ni de mí. Creo que si supiera lo que soy, me lo agradecería. Estaría feliz sabiendo que le perdoné la vida.

Cuando mi sed de muerte se reavivó, yo estaba por mi cuenta. Tenía un pequeño departamento y un trabajo aceptable. Unos años antes, el padre que tanto me había dado y enseñado había muerto a manos de una pandilla. Su partida fue casi tan dolorosa como fue la de mi madre. El me había dado trabajo, estudio y cariño. Algo extraño para mí, el amor me fue ofrecido sin esperar nada a cambio. Creo hoy que gracias a él, soy lo que soy hoy. Pero su afecto no pudo matar al demonio en mí. Ese que se comenzó a gestar aquella noche de mi infancia.

Una tarde la necesidad se había tornado insoportable. Mis manos temblorosas pedían por el alma de alguien, de un ser humano. Mi demonio interior se sentía pleno y con ganas de hacerse notar. Decidí entonces llevar adelante el acto que me daría “el” poder. Tomaría una vida ese día.
Salí a la calle y me senté en el banco de una plaza a mirar la gente pasar. ¿A quién elegiría? Era difícil realizar semejante elección. Miraba la gente pasar y podía sentir el corazón vibrante, palpitante de cada persona que caminaba por allí. Cada ser humano era una historia viviente. Pasado y presente en permanente construcción. Pero ¿a quien le sacaría el futuro? Estuve sentado varias horas meditando, hasta que tomé se completó mi elección. Ya tenía al indicado. Fui a mi departamento, tomé una cuerda para terminar con una vida, un alma, un latido, una historia, un futuro. Preparé todo para asesinar a la única persona que podía asesinar y tomar la única vida que podía tomar. La mía. 





Autor: Miscelaneas de la oscuridad

miércoles, 5 de junio de 2013

Roberto y la planta (nueva versión)



Roberto era un hombre pacífico. Amante de sus costumbres, tanto que para muchos, era un ser aburrido. Incluso para su esposa.
Cada mañana se despertaba a la misma hora: 5 y 55. Unos 5 minutos antes de que su reloj despertador sonara, evitando así, despertar a su mujer. Tras varios años junto a ella, había aprendido que cuanta menos interacción tenía con esa persona y su neurosis, su mundo tenía mucha más armonía y paz. Y al fin y al cabo, era lo único que él anhelaba. Luego de desayunar y de besarla en la frente, Roberto tomaba el micro de las 6 y 55 de la mañana y llegaba a su trabajo a las 7 y 55.
A las 8 comenzaba su tarea de llevar y traer el correo en un edificio del Ministerio de Asuntos Agrarios de la ciudad donde vivía. Eran 14 pisos, con 5 oficinas en cada uno de ellos. Así que apenas si tenía tiempo de comer al mediodía. Era eficiente en su trabajo: golpeaba la puerta de la oficina, saludaba con un correcto “buen día”, entregaba los sobres a la secretaria y en algunos casos le daban otros tantos para que fueran enviados desde el correo central. Luego de esta interacción y sin mediar otro discurso, se despedía con un escueto “hasta mañana”.

Así transcurrían los días. Iba de piso en piso con su carrito, sin prestar demasiada atención a lo que ocurría a su alrededor. A las 16 y 55 llegaba a su casa, tomaba unos mates con su esposa y escuchaba las quejas que esta tenía para él. Generalmente terminaba en alguna tarea para realizar el fin de semana: “y no te olvides de podar esa planta maldita que está llena de espinas que ayer me pinché y ¡se me hinchó el dedo! ¡Mira!”, y le mostraba un minúsculo puntito rojo en el dedo índice. “Si querida”, le decía Roberto y se sumergía en sus propios pensamientos, que no eran muchos, pero que en más de una ocasión incluían el asesinato de su mujer, generalmente ahorcándola con sus manos. Pero como eso implicaba un gasto de energía importante y se salía de la rutina, no lo llevaba adelante…al menos por ahora.

Un viernes, como tantos otros, la jornada comenzaba exactamente de la misma forma que el día anterior. Se despertó a las 5 y 55 antes de que su alarma sonara y la apagó para que su mujer siguiera durmiendo. Luego de desayunar, la besó, tomó el micro a las 6 y 55 y llegó al trabajo a las 7 y 55. Recorrió los pisos del edificio llevando y trayendo el correo y volvió a su casa a las 16 y 55. Tomó unos mates con su esposa y ésta nuevamente vomitó su neurosis en él. “Si querida” volvió a responder ante el reclamo de que podara las plantas del jardín porque “¡Mirá como me arañó la cara! ¡Y viste que soy alérgica!”

El sábado, luego de meses de escuchar el mismo reclamo día tras día, Roberto decidió ir a podar la bendita planta espinada. Tomó unas tijeras, se colocó una gorra para protegerse del sol y se fue al jardín. A lo lejos escuchó a su mujer que le decía “¡Voy a lo de mi mamá!”. “¡Está bien!”, le contestó sin preocuparse por si ella había escuchado la respuesta y suspiró aliviado por tener que pasar el día solo, junto a su monotonía.
Llegó al jardín y no pudo evitar pensar que su mujer tenía razón. “Esto es una selva”, pensó. Miró la planta de espinas y se dirigió a ella. La observó un largo rato, como si con eso le pidiera permiso para avanzar, como si esperara que ese vegetal, allí inmóvil, lo autorizara a proseguir. Se sorprendió de sus propios pensamientos y una sonrisa se le escapó. “Estoy un poco loco” pensó y tomó las herramientas del caso.
Vio una de las ramas llena de espinas, extendida como si fuese ofrecida para un sacrificio. Como cuando las personas ofrecen su brazo para que le extraigan sangre. Colocó la tijera y con tímido esfuerzo intentó cortarla. Sintió un rugido tenue, lejano, suave, como si un animal hubiera sido herido a la distancia. Miró hacia el jardín. Nada. Miró la planta como esperando que ésta dijera algo. Silencio. Sacó la tijera y vio que la rama estaba a medio cortar. Sin embargo, del pequeño corte provocado, salía un líquido verde. Extendió su mano para tocarlo y mientras lo hacía, una espina atravesó la palma de su mano con una violencia inusitada para provenir de una simple planta. El pinchazo y más que eso, el apuñalamiento de ese espécimen de savia y madera, le provocó a Roberto un dolor inmenso. “¡Maldita planta!”, gritó y sacó la mano de la espina que aún pendía de la rama. Mientras la mano se alejaba casi como en cámara lenta del lugar del accidente, una gota enorme de sangre se mezcló con la esencia derramada por aquel vegetal lesionado.
Roberto se sintió mareado, aturdido, algo nauseoso. Se sentó un momento al pie de aquella bendita planta y con visión borrosa le pareció notar que ésta se hacía más frondosa de lo que ya era. Como si con su gota de sangre Roberto le hubiera cedido la fuerza vital de la humanidad y se la hubiera traspasado a ella, a la enamorada del muro. Se intentó parar, pero el mareo era intenso. Mientras trataba de sostenerse, observó que la planta extendía –si es que eso era posible- un par de fuertes ramas hacia él, como si con eso quisiera abrazarlo y así ayudarlo a levantarse. “Estoy alucinando”, pensó, pero finalmente pudo agarrarse de esos brazos de madera y hojas, y así se mantuvo en pie. Quiso apartarse de ella, pero una de las ramas se había enroscado en su brazo. Intentó salir corriendo de allí, pero otra extremidad trepó por su espalda y lo tomó por el cuello cual liana de la selva tropical.

En un minuto ya estaba totalmente atrapado por aquel arbusto, casi árbol, de su jardín. “¿Por qué no la habré podado antes?”, se preguntó. Miró a todos lados, no podía pedir auxilio, ¿quién lo escucharía? En su aburrida vida nunca había intentado hacer amistad con los vecinos, y su mujer no volvería hasta muy tarde. Mientras su mente divagaba en decisiones que no tomaría jamás, sintió como miles de espinas lo pinchaban y le inyectaban el líquido verde, la savia vital de la enamorada del muro. La esencia natural penetró sus venas y luchó con los componentes de su sangre y como en una batalla cuerpo a cuerpo, ganó derribando a cada uno de sus glóbulos rojos. Una vez ganada esta cruzada, el líquido verde comenzó a invadir con una fuerza tremenda cada célula del cuerpo de Roberto. Transformó su carne, sus huesos, cada parte de su ser, en madera. Cada centímetro que avanzaba, la savia era terreno ganado que automáticamente y con dolor, se convertía en tronco. Las manos se inmovilizaron en pequeñas y largas ramas y en el extremo, las uñas fueron doloridamente reemplazadas por brotes. A pesar del sufrimiento, en cada centímetro de piel y carne perdidos, él sintió como brotaba una energía inusitada en su nuevo ser. Una energía y vitalidad que jamás en su vida había podido siquiera imaginar.
Mientras la transformación evolucionaba, bajó la mirada y notó que había comenzado a echar raíces y que además, pequeñas espinas comenzaban a brotar de la madera que ahora era su cuerpo. Y brotes y hojas. Miles de años de naturaleza, batallas ganadas y sufrimientos padecidos, fueron absorbidos por él. Los pequeños brotes y las nuevas flores vieron el sol por primera vez. Una pareja de gorriones hizo nido en su cabeza y comenzaron su vida allí. Mariposas revoloteaban a su alrededor y se sintió en comunión con la naturaleza.

De repente notó que tenía sed y sus pies, ahora raíces, cavaron profundo en busca de agua. En su camino se toparon con lombrices, sapos, arañas y cuanto animal subterráneo había por allí. Y llegó al agua y su sed se vio saciada.

El día se transformó en noche. Roberto era una planta en su totalidad. Las gotas de rocío comenzaron a caer sobre sus hojas y se sintió bien. Sus flores se cerraron para descansar y la pareja de gorriones fue al nido de su cabeza a refugiarse se la intemperie. La paz reinaba. Sin horarios, sin esposas quejosas, sin trabajo monótono. La vida tenía sentido ahora. Estaba completo.

“¡Roberto!”, se escuchó a lo lejos. “¡Roberto! ¿Donde está el inútil ese?” su esposa lo buscaba. Salió de la casa y se dirigió al jardín.  “Como es posible… ¿Dejó todo tirado y se fue? Y la planta ¡sigue ahí!”. La mujer enojada al no obtener resultados con su berrinche, dio media vuelta y se fue adentro.
Roberto admiró la noche en silencio y en soledad acompañada. Disfrutó de la luna, las estrellas y del universo todo. Luego se durmió plácidamente. La mañana llegó y Roberto hecho planta despertó. Eran más de las 7. Nunca había dormido tan bien. Entonces, vio a su mujer y se alegró de ya no formar más parte de su vida humana. Pero notó que ella no estaba sola. Ella hablaba con otro hombre y señalaba el jardín. Más precisamente a Roberto hecho planta. Entonces, el hombre con el que su mujer hablaba, se dio vuelta, tomó un hacha y se dirigió directamente hacia él. 




Autor: Miscelaneas de la oscuridad